Perro semihundido. Goya
Álvaro busca la llave del piso en el bolsillo de la chaqueta. La halla enganchada en el forro. Tira de ella exasperado, y le enerva el rasgado de la tela. Al empujar la puerta de acero acorazada del loft domotizado, busca el mando a distancia que en un leve pulsado enciende luces tamizadas, abre y cierra persianas según la intensidad de la luz, y pone en marcha la música programada. A oscuras palpa, una y otra vez, el pequeño nicho vacio, situado en el lado izquierdo de la entrada, a la altura de la mano. Un tufo a huevos podridos le recuerda que lleva tiempo sin encontrarlo, varias noches sin calefacción, sin luz, sin nada. Hace un par de días, al abrir la nevera por la mañana en busca de un poco de leche, le abofeteo por sorpresa el hedor a alimentos descompuestos. Ahora el olor corrupto lo impregna todo. Son casi las doce de la noche, y hace frío. De hecho Álvaro esta helado y sobre todo cansado, muy cansado. Afortunadamente, las persianas están abiertas y las luces de la calle, azuladas tras una cortina de aguanieve, le ayudan a esquivar los ángulos puntiagudos de los escasos muebles dejados por Claudia. Alcanza el sofá situado frente a la pantalla de televisión ultra plana, rectángulo inmenso de plasma negro y brillante. Álvaro se tumba encima del diván, la nuca apoyada sobre el brazo estrecho y duro rematado por un canto de acero. Deja el portafolio en el suelo intentando relajar la presión de la mano izquierda aferrada al asa. Consigue desenroscar los dedos agarrotados y al hacerlo nota como el móvil aprisionado entre la palma y la empuñadura se cae sobre la tarima de wengé. Levanta dolorosamente el brazo sin lastre. Se abrocha el abrigo como puede, levanta los cuellos y resguarda las manos en los bolsillos. Intenta hacer el vacio en la cabeza a punto de reventar. Quisiera barrer para siempre el recuerdo de las acciones de su empresa, amablemente pignoradas, por los amigos banqueros; olvidar los avales pedidos y concedidos con palmadita en el hombro, por banqueros a secas y garantizados con bienes personales; no haber conocido la voz profunda y zalamera de Claudia, ligeramente ronca después del sexo, cuerpo juvenil, adorado y ardiente, pidiéndole vorazmente, más y más dinero, en la intimidad resbaladiza de las sabanas de seda; relegar en la sordera los ladridos secos de los acreedores exigiendo vía telefónica, las cuentas secretas en paraísos fiscales como último recurso para evitar la quiebra; ignorar la huida sin preaviso de Claudia delante del descalabro inminente, previo saqueo concienzudo y premeditado . Álvaro, rígido de frío, rodeado por las tinieblas demasiado profundas del cuarto de estar, busca anhelante, entre botellas vacías diseminadas por el suelo, una frasca de whisky llena. Las manos, despojadas para siempre de pesados maletines, se agarran temblorosas a la botella encontrada y a un vaso pringoso rescatado de los escombros. Al beber el whisky, atropelladamente vertido, el calor de la bebida intenta adormecer las sombras vociferantes, tiernamente queridas en un pasado no tan lejano y cínicamente machacadas por un sexagenario ciego de poder y sexo.