La niña observa la vida.
Se tapa los oídos.
No entiende el idioma de los adultos,
metralla implosionada y clónica,
incrustada en ojos ciegos.
La niña, cuando anochece,
descerebrada y salvaje
escucha atenta
el latido de la vida
desordenado y bello.
Se cuela entre los barrotes
de la cuna cerrada y dura,
hoz de luna blanca
consuelo expandido
por el aleteo urgente y negro
de mariposas envolventes.