Me he quedado sin otoño… sin primavera…ni verano, recapacita la vieja carcasa a punto de caer en una zanja helada, mientras una cálida brisa del Sur roza su cara. Envuelta en una manta de piel, Elena espía al nadador sin pudor. Se emborracha del movimiento, alargado y preciso, de los brazos rasgando el agua, de los músculos esculpidos y finos, peces escurridizos entre sus manos de pulso tembloroso.
Una polilla se posa sobre el brazo de la silla de ruedas buscando el frío del acero. Se refleja multiplicada por mil. La piel se eriza, los poros se dilatan, asustados por la plaga.
Dos escalones de madera separan la silla anclada de la playa.
Los pies de Elena no volverán a pisar la arena blanca ni a sentir el cosquilleo de los trozos de conchas diseminados en la orilla. Ni su cuerpo podrá nadar nunca, acompasadamente, al lado de Antón, en el agua enverdecida por el reflejo de las montañas.
El aire salino escuece los ojos. La polilla emprende un vuelo empañado. Una mancha de polvo tiñe el acero y la cara de Antón emerge del agua rodeada de espuma, demasiado lejana para apreciar su sonrisa. Pero Elena la intuye. La pinta exacta, los labios finos abiertos de par en par, las paletas un poco montadas; y la sombra rubia de la barba. Se estremece al recordar el roce tan suave. Su cara apergaminada esboza una mueca hacía el nadador. Medico ruso en busca de trabajo. Enfermero ocasional. Suyo. Adorado bajo la barrera inexpugnable de la vejez y la enfermedad.
Por las tardes, Antón la lleva de la mano por las calles de San Petersburgo. Las palabras rozan sus mejillas, ásperas y dulces. Oye el viento colarse en los abedules, entretejido de explosivas riñas de borrachos y, en sordina, de susurros enamorados envueltos en vaho. Las paredes se pueblan de palacios, el agua de los canales se tiñe del reflejo dorado de las cúpulas de las iglesias, muy lejos de la podredumbre de los fosos. Cuando vuelven a casa, Antón la baña. Bajo la ternura desconocida de sus manos, la piel ajada se suaviza. Bajo la mirada limpia, la decrepitud huye, en un aleteo negro. Después del aseo, Antón la tumba encima del diván frente a la chimenea y se sienta en el suelo, a sus pies. Elena posa la mano encima de su cabeza, enreda los dedos en los rizos rubios y se sueña tan joven como Antón mientras los troncos resecos arden deprisa relamidos por las llamas.
Antón sale del agua sacudiéndose como un cachorro.
La polilla, millones de veces más calva, se vuelve a posar sobre el acero. Elena la aplasta con la mano. Siente un punto de calor pringoso derramarse bajo la palma helada, subir por las venas, coloreándolas de un verde amarillento.
Esplendido retrato Anne, amor imposible por posible.
Saludos
Micromios, como bien dices, un amor imposible por estar uno en el principio de su recorrido vital y la otra en el final, pero sí posible por afinidades.
Una mala pasada de la vida.
Un saludo cariñoso.
Pasión ante la muerte. Una incongruencia que sin embargo se acerca mas a la realidad de lo que parece. Un hermoso estudio de sicologia humana. Espero ser capaz de sentir asi hasta el final de los días.
Un beso
Yo también Concha quisiera ser capaz de sentir la vida en plenitud hasta el último soplo.
Un beso.
San Petersburgo, estudiantes enamorados, amantes suicidas y médicos tuberculosos. Híbrido del ayer y del hoy, fusión de viejas pasiones, pasado y futuro en busca de su sitio.
Como siempre, Anne bordando emociones con palabras.
Dalai
Eduard, pensaba que te habías enfadado conmigo y estaba muy triste. Eres mi amigo bloguero y te tengo mucho cariño, para que lo sepas. Esta semana he estado poco presente en WordPress. Me paso el día con el fisio y no es precisamente un plato de gusto!
Un abrazo.
Lama
Querida Anne: Como siempre magistral y muy pero muy elegante. Delicado relato acerca de un tema controversial pero al mismo tiempo maravilloso. Enhorabuena. Un gran abrazo
Historia de amor al fin y al cabo.¿Cuántas Elenas pueden acabar el día tumbadas junto al fuego y con sus dedos perdidos entre rubios rizos?
Supongo que much@s.