Myanmar

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Mientras pongo el agua a calentar en el hervidor, encierro el té rojo, traído de mi último viaje a Birmania, en una bola de acero perforada de agujeros diminutos.
El té está demasiado comprimido, me cuesta cerrar la bola. Con toda la fuerza concentrada en las manos consigo encajar las roscas de las dos medias esferas.
Deposito la bola en un tazón de cristal.

Al verter el agua sobre el té, el cristal se va abriendo como una flor de loto.
Las palmas de mis manos hierven al aprisionarla. El agua se tiñe de oro cobrizo. Pego la cara al olor brillante. Las mejillas irisadas de vapor de agua, se cubren de láminas de oro. Soy un Buda deforme adorado por mi melancolía hecha multitud. El rimel de las pestañas se derrite cubriendo el rostro de ríos de barro.

Noto la humedad trepar por el pelo empapando los arrozales de la nuca.
Una motora afilada rasga las aguas del lago Inle, enredadas de nenúfares. Bebo un sorbo de té. Se ha vuelto rojizo. Sabe fuerte y dulce a la vez. Los jardines flotantes reflejados en el agua crecen del revés. Los pueblos sobre pilotes se mecen en el agua donde se miran las niñas desdibujadas por las olas de la motora.

Bebo con avidez. El té esta muy cargado. El ruido del barco va apagando las risas de los niños. Perfora el silencio del triangulo de oro blanco donde templos abandonados yacen en las orillas turbias.

Acerco los labios de nuevo, me sorprende el olor a almendra verde. Intento taparlo añadiendo una cucharada de azúcar de caña.
El mercado de frutas y verduras de Yangon se despliega en la garganta como un abanico de fibras de bambú: fuentes ácidas de mandarinas, bandejas tiernas de lechugas. Pirámides amarillas de plátanos moteados. Cestas desbordantes del morado de las ciruelas y el rojo escalofriante de una fresa salvaje deshaciéndose en mi boca.
Como un fogonazo, la hiel lamiendo la lengua. La gente cenando en la calle, de pie, sentada en cualquier lugar, inmersa en la urgencia del hambre. Apachurrados y solos. El olor a especies taponándome la nariz. Respiro por la boca apoyada contra una pared desconchada. Al beber el último trago, una vieja me observa contenida por las verjas coloniales de la ventana. Su boca destentada esboza una mueca tragada por el humo de un puro estallado.

En el fondo de la taza, la bola de metal se ha abierto. Demasiada presión. El té supura betel. Lo mastico como ellos para calmar el hambre y el cansancio. Los dientes se tiñen de rojo. Un bus desvencijado, abarrotado de pobreza, avanza en el silencio de los pulmones.

No queda una gota de líquido en el té masticado hasta la lija. Intento tragarlo, se queda enganchado. Mi respiración enjaulada aplasta mi cabeza entre la muchedumbre.
Una arcada libera la garganta. Siento como el corazón, se va alejando a saltitos, encorvado y mudo.
Me acerco al fregadero. Abro el grifo. El agua hirviendo me salpica las manos repiqueteando sobre el acero mientras unas botas claveteadas me machacan la cabeza.

Anne Fatosme