
Floria Sigismondi
Debo de llevar mucho tiempo con la cabeza hundida entre las piernas, mirando como una boba mis Converse desteñidas, intentando memorizar los contornos bizarros de las manchas de grasa. Tanto tiempo que ya no siento mi cuerpo. Para levantar la mirada, tengo que sujetarme las sienes con las manos. Después del aguacero, el cielo blanco de sol taladra los ojos. Me los tapo con el pelo. Huele a tabaco y a fritanga.
Veo la huella de los neumáticos impresa en el barro del camino. Una peli averiada cortada a trozos por mechones grasientos. Y en los oídos el chirrido continuo del portazo provocado por la mano esquiva de mi madre. Me levanto de golpe, harta de estar harta y me caigo, los pies enmarañados en los cordones sueltos.
Entro en casa hecha una furia. Llego hasta su dormitorio y me tropiezo con mi reflejo en el armario de luna. Una cara llena de granos estropeando el universo de cretona inglesa de mamá donde un ramo de rosas lacias, posado encima de la mesilla, se descompone en el agua espesa y verde de un jarrón de cristal. Me escondo, abriendo de par en par las puertas del armario. En primera plana unos zapatos rojos de tacón de aguja, impecablemente alineados. Los cojo con garras de urraca. Sin soltarlos, me quito las Converse con la mano libre. Forcejeo con los escarpines con toda la rabia de mis trece años concentrada en la punta de los dedos. Calzo un cuarenta. Ella un treinta y ocho. Mis pies consiguen forzar la horma. Los calcetines desbordan, fruncidos por los laterales, amortiguando el dolor de las carnes amoratadas.
Bajo las escaleras a toda velocidad atenta a los estallidos de un placer desconocido y punzante. Los estrechos caminos de la rosaleda están embarrados. Al caminar, unas ramas asilvestradas me rozan, arañando con sus pinchos mis brazos desnudos. Los tacones se hunden en el suelo encharcado perforando los pétalos caídos de agujeros negros.
Al acercarme al estanque, el barro se convierte en lodo. Succiona los zapatos, los ensancha, los desboca, los distiende, aliviando la tortura. Mi cuerpo se afloja, mi boca esboza una sonrisa. Pienso en una sonrisa maligna y mi boca se llena de colmillos.
Sumerjo los pies, avanzo despacio, saboreando cada paso, hasta el centro del estanque. El agua me llega hasta la cintura, glauca. Los zapatos domados por el limo tienen dulzura de gamuza. Concentro toda mi energía en la planta de los pies y de un empujón los dejo sepultados bajo montículos resbaladizos y grises de gusanos mientas me pierdo en la blancura nacarada de las ninfeas.