COSMOS.

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Fotografía Virginia.H. Diaz.

toda estremecimiento y oro,
soy tu flor que tiembla
sobre un tallo demasiado fino
cuyos pétalos se inclinan
dentro de un hedor que, de tan dulce,
parece cristalino,
pero que sin embargo me derriba,
como esos templos asiáticos
triturados por el yugo,
monstruoso y tenaz,
de la jungla que nos siseaba,
nos cercaba,
subterránea de muerte;
no me enteraba de nada,
para qué, después de todo,
para qué, si me cogías de la mano,
si tu piel era cálida y suave;
no, de verdad,
no me enteraba de nada

Versión francesa.
toute de frissons et d´or,
je suis ta fleur qui tremble
sur une tige trop fine
dont les pétales s´inclinent
dans une puanteur si douce
qu ´on la dirait cristalline,
et qui pourtant, m´effondre,
comme ces temples asiatiques
broyés par le joug
monstrueux et tenace,
de cette jungle qui nous bruissait,
nous encerclait,
souterraine de mort,
je n´y comprenais rien,
pourquoi, d´ailleurs?
si tu me tenais la main,
si ta peau était douce et chaude;
non, vraiment,
je n´y comprenais rien

Mi jardín soñado.

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 Fotografía Annie Leibovitz.

Mi jardín soñado

huele a castañas asadas

a lirios y a jacintos,

sus flores de hielo abren los espejos

bajo el azul de las jaracandas,

podría ser el parque del Retiro

los jardines de Luxemburgo

una plaza de un pueblo boliviano

o la citadela de San Petersburgo.

Podría estar en el confín del mundo,

ser inventado, expandirse en el universo,

sin embargo solo existe cuando me besas,

en el coto cerrado de nuestro abrazo.

Ninfeas.

Floria Sigismondi

Debo de llevar mucho tiempo con la cabeza hundida entre las piernas, mirando como una boba mis Converse desteñidas, intentando memorizar los contornos bizarros de las manchas de grasa. Tanto tiempo que ya no siento mi cuerpo. Para levantar la mirada, tengo que sujetarme las sienes con las manos. Después del aguacero, el cielo blanco de sol taladra los ojos. Me los tapo con el pelo. Huele a tabaco y a fritanga.

Veo la huella de los neumáticos impresa en el barro del camino. Una peli averiada cortada a trozos  por mechones grasientos. Y en los oídos el chirrido continuo del portazo provocado por la mano esquiva de mi madre. Me levanto de golpe, harta de estar harta y me caigo, los pies enmarañados en los cordones sueltos.

Entro en casa  hecha una furia. Llego hasta su dormitorio y me tropiezo con mi reflejo en el armario de luna. Una cara llena de granos estropeando el  universo de cretona inglesa de mamá donde un ramo de rosas lacias, posado encima de la mesilla, se descompone en el agua espesa y verde de un jarrón de cristal.  Me escondo, abriendo de par en par las puertas del armario. En primera plana unos zapatos rojos de tacón de aguja, impecablemente alineados. Los cojo con garras de urraca. Sin soltarlos, me quito las Converse con la mano libre. Forcejeo con los escarpines con toda la rabia de mis trece años concentrada en la punta de los dedos. Calzo un cuarenta. Ella un treinta y ocho. Mis pies consiguen forzar la horma. Los calcetines  desbordan, fruncidos por los laterales, amortiguando el dolor de las carnes amoratadas.

 Bajo las escaleras a toda velocidad atenta a los estallidos de un placer desconocido y punzante. Los estrechos caminos de la rosaleda están embarrados. Al caminar, unas ramas asilvestradas me rozan, arañando con sus pinchos mis  brazos desnudos. Los tacones se hunden en el suelo encharcado perforando los pétalos caídos de agujeros negros.

Al acercarme al estanque, el barro se convierte en lodo. Succiona los zapatos, los ensancha, los desboca, los distiende, aliviando la tortura. Mi cuerpo se afloja, mi boca esboza una sonrisa. Pienso en una sonrisa maligna y mi boca se llena de colmillos.

Sumerjo los pies, avanzo despacio, saboreando cada paso, hasta el centro del estanque. El agua me llega hasta la cintura, glauca. Los zapatos domados por el limo tienen dulzura de gamuza. Concentro toda mi energía en la planta de los pies y de un empujón los dejo sepultados bajo montículos resbaladizos y grises de gusanos mientas me pierdo en la blancura nacarada de las ninfeas.

Un viaje en ascensor en Principe de Vergara número 53.

Abelardo Morell

Abelardo Morell

Marta observa la silueta negra de la clínica del Rosario perfilándose sobre la noche alumbrada de farolas. Ve un grupo piramidal subiendo los escalones. Su espalda se encoge. Siente el temblor expandido. Marta oye el eco de las voces de dos hombres vestidos de blanco acompañando a la comitiva hacía un ascensor de acero brillante. Dentro del espacio, frío y azul, uno de ellos pulsa un botón fluorescente con mano forrada de látex. Se cierran las puertas en un movimiento deslizante y sordo con olor a caucho. Marta ve, emergiendo de una melena enmarañada, los ojos entumecidos, perdidos en el pulido del acero, de una mujer. Joven, en un recoveco muy lejano de la memoria. Dos críos, sacudidos por los sollozos, se agarran a sus piernas. La niña que los mira, apoyada contra la pared de enfrente, invade las pupilas dilatadas de Marta. Tirita con violencia. Marta cierra la ventana por donde se cuela el aire frio de la madrugada. La niña tiene la mirada pegada al suelo de color granito. Las dos ven, al alimón, un pelo brillante y negro surcando la losa. La pequeña se agacha para recogerlo. Al hacerlo, el ascensor se para en una sacudida brusca. El cuerpo infantil cae de bruces aplastando el pelo con la palma de la mano. La niña lo husmea, lo identifica y lo enreda en el dedo anular. La puerta se desliza de nuevo. La luz rectangular del montacamillas alumbra otra puerta de metal de doble vertiente. Al incorporarse, su mirada tropieza con la palabra, morgue, y la de Marta, con una foto. La de su padre. Una cara de hombre joven asomada a la ventanilla de un flamante deportivo.

La instantánea cobra vida entre las manos temblorosas de Marta. El motor del coche trepida de nuevo a ritmo de párkinson, listo para una nueva salida.