Dorothea Lange. Migrant mother.
Ya no tengo saliva de tanto susurrar canciones de cuna para apaciguarnos a mis hijos y a mí. La cadencia dulce e íntima de mi idioma me hacía olvidar que, aquí, en este país que no es el mío, mis palabras suenan huecas por mucho que las gesticule.
Ya no tengo caricias donde puedan anidar mis hijos. El desamparo navega por mi sangre, transformándola en hielo. El cansancio agarrota mis músculos. Mis gestos son fríos como los de los autómatas. La superficie de mi piel está surcada de grietas como la de una roca azotada por los embistes del mar. Grietas que convergen hacía mis ojos, hacía el socavón de mi boca. Mil gritos atascados en una oscuridad con olor a moho.
En cuanto a mi memoria (donde hasta ahora me refugiaba) me está abandonando:
los olores de nuestra casa, del huerto, el color de las flores del ciruelo, el sabor de sus jugosos frutos, el calor del cuerpo de mi marido, los caricias dulces de sus manos llenas de callos… todo se ahogó bajo los escombros.
Ya no tengo nada. Solo una realidad impregnada de mugre que el hambre desarticula en aristas roídas por las ratas que nos acechan desde la alcantarilla. Realidad que, hasta hace poco, tenía capacidad para distorsionar, capacidad que ahora me falla.
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde.
Si esperanza es la respuesta a esta pregunta que me obsesiona: ¿Qué puedo hacer para salir de este atolladero donde no existe ni trabajo ni dignidad? entonces tengo esperanza.
Por muy escueta que sea la respuesta me será suficiente para encontrar una salida. La que sea.