Bertil Vallien
Mañana, cuando regrese a Madrid, Estocolmo estará geográficamente a unos tres mil kilómetros, pero es posible que haya quedado impresa en mi cartografía mental, y que cuando pasee por el Retiro y crujan, bajo mis zapatos, unas hojas de castaño, caídas hace mucho tiempo, me acuerde del crujido de la nieve bajo mis botas al pasear por los muelles.
Y puede que cuando llueva, mi mente confunda gotas con copos, y, a la manera de los inuits, los llame con decenas de palabras diferentes dependiendo de su consistencia, frialdad o densidad.
No es imposible que, al llegar los primeros calores y picar hielo para preparar una limonada, mis oídos rememoren el sonido del casco del barco abriéndose paso en la superficie helada de los estrechos brazos de mar que separan las catorce islas donde se afianza la ciudad de Estocolmo.
Pero de lo que sí estoy segura, es que recordaré Estocolmo, cuando esté sola y pensativa, en el silencio blanco y negro de mi mente vuelta hacía dentro sin medida de tiempo.
Ahora, después de hacer la maleta, al acercarme a la ventana y dejar mi mirada vagabundear por las orillas nevadas, sé que guardaré en la periferia de mis sueños, el recuerdo de este viaje como un instante blanco.