Cabo de Hornos

cabo-de-hornos-00124.01.09
Esta mañana a las siete, la temperatura era de cinco grados, y afortunadamente, como aquí todo es al revés, soplaba un viento del norte. Al poner pie en el temido islote de Cabo de Hornos, donde se enfrentan en una perpetua lucha el océano Atlántico y el Pacífico, tuve la seguridad de pisar la casa de mis antepasados, sacudida por ráfagas de aire salado con reminiscencias a cacao. En el fondo de la cocina se alzaba una enorme chimenea donde mi abuela y yo estábamos sentadas encima de unos banquitos laterales situados dentro del hogar, enfrentadas y separadas por las llamas de unos leños crepitantes. Dos ventanas delimitaban rectangularmente una noche sin estrellas. Las ramas puntiagudas de un manzano sin hojas arañaban los cristales. Un quinqué solitario alumbraba la estancia de gran tamaño, donde los muebles se convertían en sombras amenazadoras. Me calentaba las manos en la taza de chocolate humeante que mi abuela acostumbraba servirme antes de ir a la cama, mientras me contaba las aventuras de su padre, morador de esta vivienda, marino mercante, capitán de un clipper dedicado al comercio del cacao y otras especies. Aquella noche tocaba doblar el Cabo de Hornos. Mi abuela de semblante severo y moño tirante empezó el relato con mirada lejana. Su voz fluía sosegada mientras contaba la relativa tranquilidad del mar en los días previos a la llegada al cabo y la alegría de los marinos al presumir que la suerte les acompañaba e iban a poder franquear el temible paso sin mayores complicaciones. Sin embargo, al caer la noche y al aproximarse al cabo, la voz de mi abuela fue cobrando fuerza, hinchando velas, levantando oleaje. Pronto se hizo silbante, las ráfagas de viento habían rasgado la mayor en un chasquido, las olas embestían el casco, la madera crujía. La voz se volvió rasposa al tocar los sabañones de las orejas de los marinos, sus labios ajados y sus manos agrietadas calafateadas por sangre reseca. El sorbo de cacao sabía amargo. La voz se alzo histérica hundiendo el barco bajo olas inabarcables, palpando el miedo en el silencio crispado de los marinos encogidos tensamente, refugiados bajo la cubierta. La garganta encogida no conseguía tragar ni un sorbo de chocolate. Mi abuela, enferma de asma y cansada por el esfuerzo, dejó de hablar repentinamente, atizando los brasas cenicientas. Al añadir un pequeño leño reseco las llamas volvieron a surgir azuladas y rasantes. Mi abuela, con voz sibilante prosiguió el relato. Al amanecer la furia del mar se fue calmando haciendo posible el manejo de lo que quedaba del barco. Atrás quedaba el Cabo de Hornos y la navegación se volvió tranquila en el estrecho del Beagle .Fueron a recalar al puerto de Usuhaia. Mi abuela, terminado el relato, se levantó para cerrar las contraventanas mientras, una niña de cinco años, presa del cansancio, apuraba el tazón donde anidaban rastros de cacao con sabor a madera.

2 comentarios en “Cabo de Hornos

  1. Woow!!!!
    Solamente sobervio el relato que en tan pocas lineas logra el efecto que posee.
    Me recuerda la pasion de Francísco Coloane o Baldomero Lillo.

    «…a votre santé»….

    • Harry, le agradezco el comentario de corazón, me gusta mucho este relato porque hace parte de mi vida, no es ficción. En realidad es un pequeño homenaje a mi bisabuelo, capitán mercante que cruzo el Cabo de Hornos en un velero bergantín.
      Un saludo.

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