Visitando Normandía. La casa de Prévert.

L´Anse Saint Martin.

 

De: Anne

Para: ti

Enviado: lunes, 18 de julio 2011

Asunto: Prévert

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Ayer, fui a pasar la tarde a Omonville- la- Petite, pueblo donde Prévert  poseía una casa de veraneo donde fue  a morir. Un pueblo del fin del mundo con el sabor áspero del tiempo que se va, sabor de una tierras batidas por un mar que rompe  a golpes  los acantilados pero que, a su vez, acaricia con la espuma de sus olas los prados donde pastan vacas y corderos.

Pasé un rato tan sosegado  que no me resisto a llevarte conmigo…

A la casa de Prévert se llega andando  por un camino bordeado de  flores y  por una acequia que alimenta el lavadero de la granja de Nénette,  campesina amiga que cuidaba  su casa.

 

El cielo estaba encapotado, amenazaba lluvia.  Solo me crucé con un hombre de la aldea. A Prévert le gustaba hablar con la  gente que no lo había leído, en ella encontraba “una resonancia sentimental, pasional, instintiva” de la cual se sentía muy cercano. No me fue difícil  imaginármelo  conversando con él, enterándose de las últimas noticias, contándole chistes,  el rostro envuelto en el humo de un pitillo.

 

La casa de Prévert no se diferencia en nada de las casas del lugar. Una casa de dos pisos, de proporciones modestas, con una fachada invadida por la hiedra y un tejado de pizarra. Una vez franqueada la puerta del jardín  se accede a ella por un camino rodeado de margaritas, lirios, rosales y macizos de hierbas locas que cambian de color con el viento.

 

Del interior de la casa, solo saqué una foto tomada desde  la ventana de su dormitorio.  Murió  en su cama, desde allí veía su jardín, adoraba las flores, las acariciaba al igual que acariciaba la verdad con sus versos, piropeaba su belleza,(” ¡Que tu es belle aujourdhui!” a una rosa transcendida por la luz), no las cortaba nunca, temía su sufrimiento.

Cuando terminé la visita el cielo estaba despejado, de la granja vecina llegaban  efluvios a estiércol y  los gritos de una pelea de ocas.

Al final del camino, muy cercano a su casa, se erige la iglesia y el cementerio donde está enterrado.

 Un montículo de tierra cubierto de flores silvestres donde está plantado un bloque de granito irregular, piedra idéntica a los que separan los campos  en este  fin del mundo que representa el cabo de la Hague para sus moradores.

“La poesía, es lo que uno sueña, imagina, desea y lo que ocurre a menudo. La poesía está en todas partes como Dios no está en ningún lugar. La poesía, es uno de los más verdaderos, de los más útiles, apodos de la vida”. Jacques Prévert.

 

 Espero que este paseo haya sido de tu agrado.

Te mando un abrazo que no puede ser otro que poético, tierno e irónico.

Anne

Visitando Normandía. Mi jardín (2).

 

 

De: Anne

Para: ti 

Enviado el: viernes, 15 de julio de 2011

Asunto: Ánima

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He vuelto al leer el mail que te mandé y me doy cuenta que te he descrito mi jardín como si fuera inanimado, pero  mi jardín gime cuando el viento se cuela entre los pinos, se reviste de los crujidos de un vestido de muaré cuando la brisa aflora las hojas de los chopos de Holanda, la humedad de la noche lo  llena de estelas plateadas , huele a clorofila , a salitre, a tierra fecunda, los abejas llenan los parterres de su zumbido, borrachas del néctar de los lirios, del azul de las lavandas, los peces del estanque asoman la cabeza fuera del agua, se tragan un mosquito, se hunden de nuevo en medio de círculos concéntricos, la luz atraviesa las alas de las libélulas, las patas finas de las mariquitas cosquillean el dorso de mi mano mientras encojo como Alicia, los caracoles se pegan a la rugosidad de la hiedra, dos palomas gordas se arrullan, una nube de plumitas blancas  se cae en espiral al ritmo suave de su gorgojitos, una pandilla de cuervos ensombrece el cielo,  el gallo  del vecino  canta a mandíbula batiente, (¡sí mandíbula!), en el subsuelo carcomido por el topo, trotan caballos salvajes, late el mar y mi corazón lleno de semillas.

 

 

 

Visitando Normandía. Mi jardín.

 

De: Anne

Para: Ti

Enviado el: martes 12 de julio de 2011

Asunto: Mi jardín

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 El verano nos separa, pero, como todos los años…  ¡ nos quedan los mails!

¡Llevo tres días en Normandía, tres días sin salir de mi jardín y tres días hablando latín! ¡Sí, latín, por muy extraño que te parezca!… y no se me da nada mal. Claro que mi profesor no se parece en nada a una eminencia gris… ¡es mi jardinero!  Se llama Thierry, un hombre curtido, de mediana edad, algo encorvado. Nuestra conversación, puntuada de largos silencios,  vierte por entero sobre la flora, sobre el tiempo y  sus avatares ¡ Ah!… y sobre el topo, león de mi jungla.

Thierry es el druida de mi jardín, un druida de nuevo cuño, pacifista y ecologista que con el poder de sus manos  convierte la violencia y el desengaño de la vida en volutas de flores.

El primer día, al pasar delante de una riada de pétalos azules y exclamarme:

 -Thierry, le felicito, este año las hortensias están…

 -Anne, ¡las hydrangeas!

 Colorada, (todos los años pronuncio la palabra profana), farfullé:

-Perdóneme Thierry, ya sabe, soy tan distraída…  las hydrangeas tienen este año  un azul, un azul… un azul que no sabría definir…

– El azul “Ankong”, así se llama esta variedad.

 Ankongangkongangkong, dulce letanía alumbrando mi cabeza.

 

 

Delante de la veranda las hydrangeas adquieren tonos violetas y malvas. Por mucho que Thierry me diga que este color se debe a la acidez de la tierra, me recuerdan la tonalidad de los ojos de mi madre cuando, tumbada bajo un parasol, levantaba la vista del libro que estaba leyendo, y la luz teñía el iris de sus ojos de esta tonalidad cambiante llena de misterio,  “Nanping”, me precisa Thierry.

 Bonito nombre para una soñadora, ¿no te parce mamá?

 

 

Nos inclinamos delante de las Hydrangeas quercifolia, afectadas por las últimas lluvias. Sus flores blancas se oxidan en los bordes, se doblan bajo su propio peso, tan  melancólicas como los habitantes de estas tierras, pienso cabizbaja. Thierry refunfuña y suspira.

 

 

Al acercarnos al estanque  Thierry pasa de largo delante de las uñas de suegra que crecen en abundancia, (no las nombra, ni en latín, ni en francés… me comentaron que…, bueno más vale que me calle, ¡pobre Thierry!)

 

 

En sus orillas crecen mis amadas Gunneras Manicatas,  de hojas gigantescas, recuerdo vivo de mis antepasados marinos que traían sus semillas en sus equipajes.

 

 

 

Y así han ido pasando mis días, espiando al topo, que, con muy mala idea, se empeña en querer destrozar mis parterres llenos de flores campestres, margaritas de Jersey, lirios, lavandas, fushias  y  rosas silvestres,

 

 

 … contemplando las ramas esculpidas de unas ginestas, plantadas por mi padre, cuyo trazado  se asimila tanto a su vida que me deja perpleja.

 

 

 … disponiendo  las piedras de mi jardín mineral como si mi futuro dependiera de su jeroglífico.…

 

 

para, por fin, escaparme por el tejado, como la Belle de Ronsard, rosa cuyo delicado perfume entrelazo con estas últimas letras ¿lo hueles?

 

 

Un abrazo,

Anne

Cuentos y leyendas normandas. El secreto de los muros.

Estelle Lagarde.

A las diez cerraba las contraventanas. Al otro lado del camino se alzaba la silueta compacta y negra de un caserón. Las persianas estaban siempre cerradas. Los días de tormenta, el viento, que hinchaba su camisón, se colaba entre los batientes de las persianas mal ajustadas, extirpando del óxido un chirrido que le llenaba el alma de melancolía.

Una noche, la ventana frente a su dormitorio estaba abierta e iluminada. Se quedó pegada a la luz. De espaldas al mirador un hombre de pelo plateado estaba sentado delante de una mesa. Parecía estar escribiendo.

No cerró las contraventanas. Se durmió bañada en claridad.

La noche siguiente, la ventana seguía iluminada y el desconocido  escribiendo.

 Abrió la ventana de par en par. Era primavera, el rosal que trepaba por la fachada llenaba el aire de la esencia de sus flores mientras las golondrinas trazaban en el cielo arabescos enloquecidos.

Lo veía siempre de espaldas, siempre escribiendo. Notaba la tensión de sus hombros presos de una energía frenética. Con el paso del tiempo, su espalda se fue encorvando mientras sus manos se agarraban cada vez más a menudo a los bordes de la mesa. Una noche se derrumbó encima del escritorio la espalda sacudida por violentos sollozos.

Cuando se despertó le escribió una tierna carta de amor y al anochecer la deslizó bajo su puerta.

Apostada en la ventana  vio como abría el sobre y como después de leer la carta, la acercaba a la luz de los candelabros para volverla a leer una y otra vez.

Le siguió mandando misivas cada vez más ardientes. Cuando las leía, la llama de las velas  acentuaba el temblor de  sus manos.

Se sintió feliz cuando observó como la espalda se volvía a tensar, llena de energía. Las hojas de papel se acumulaban en un lado de la mesa. Una noche al ver como alzaba los brazos en señal de victoria, dedujo que el libro estaba acabado.

 Decidió revelarle su identidad.

Todavía no habían dado las diez cuando empezó a leer la misiva. Un espasmo recorrió su cuerpo. Se giró bruscamente. Su mirada se clavó en ella. Una mirada tan centelleante que la noche se quedó hecha trizas.

El escritor golpeó la puerta de su vecina hasta derribarla. Los habitantes de la aldea pensaron que eran truenos.

 La casa en ruinas vibraba todavía bajo el eco de los golpes mientras él se deslizaba sobre los escalones desvencijados de la escalera. Cuando ella salió a su encuentro, se quedaron  tan estrechamente enlazados que fue una sola sombra la que franqueó el secreto de los muros.

En el mismo momento en el que sus cuerpos se rozaron, una ráfaga de aire apagó las velas dispersando las hojas del libro a los cuatro vientos.

PS. Esta es la historia  de un escritor que se ahorcó al no poder describir con palabras la pasión inspirada por su amada, la cual se envenenó con arsénico al descubrir el cuerpo sin vida de su amante. ¡Un culebrón!

PSS. La historia es cierta, (…con algunos cambios),  en cuanto a la leyenda… ¡me la acabo de inventar! Se la dedico a mi abuela que me inició al entretenido mundo de la fábula y a todos los amantes que no supieron plasmar su amor, no en la escritura… sino en la vida real. 

Cuentos y leyendas normandas. Marie.

La gente del pueblo todavía recuerda a Marie, no porque la hayan conocido, murió hace más de un siglo, sino porque sus bisabuelos la conocieron, y de boca a oreja, de generación en generación terminaron transformando en leyenda a una pobre muchacha. Leyenda que, por otra parte, realzó una vida sin vivir.

Marie tenía diecisiete años cuando Jean embarcó en un pesquero rumbo a Terranova. Mientras el barco se alejaba,  Marie sentía como se iba convirtiendo en un punto. Cuando el punto  desapareció del todo, tragado por el horizonte, se quedó hueca bajo el vestido.

Marie y Jean eran inseparables. De niños, la sombra de uno adherida a la sombra de la otra, levantaban rocas pegadas al mar seguros de que allí encontrarían algún tesoro, recuerdo dorado de un naufragio; al caer la noche espiaban, tumbados tras unas ramas retorcidas, la llegada de los elfos en la soledad de las landas.

Al llegar a la adolescencia, no hizo falta que Marie le propusiera comer la manzana a Jean. Se aparearon con el mismo ímpetu que los caballos salvajes, compañeros de correrías en las landas cubiertas de brezo.

Como era previsto, el pesquero volvió  tres meses más tarde. Jean no estaba a bordo. Había conocido a otra mujer en una escala, poco más se sabía.

Ignoran si Marie llegó a entender la historia que susurraban a sus espaldas antes de hundirse en la locura.

El hecho es que a partir de aquel momento recorrió sin descanso el sendero de los aduaneros, sinuosa frontera entre el paraíso perdido y el mar que le devolvería a Jean.

Un día de tormenta la punta del promontorio, excavado en su base, y desde donde Marie escrutaba el horizonte, cedió bajo el embiste de las olas, arrastrando su cuerpo al mar junto a un montón de rocas.

Esto dice la leyenda porque nunca encontraron el cuerpo. Cuerpo de anciana de espalda encorvada y  rostro marcado por profundas arrugas.

Algunos cuentan haber visto una joven, vivo retrato de Marie, correr desnuda por las landas. Bancos de niebla se adhieren a sus pasos como antes lo hacía la sombra de su amado.

De Marie me acuerdo ahora mientras camino por el sendero de los aduaneros. Una pareja de caballos galopa entre la maleza, la silueta de un petrolero se pierde en el horizonte y al igual que Marie siento como lo inasible de aquello que se pierde, se clava en mí como la punta de la flecha en el centro de la diana.