Cuentos y leyendas normandas. Marie.

La gente del pueblo todavía recuerda a Marie, no porque la hayan conocido, murió hace más de un siglo, sino porque sus bisabuelos la conocieron, y de boca a oreja, de generación en generación terminaron transformando en leyenda a una pobre muchacha. Leyenda que, por otra parte, realzó una vida sin vivir.

Marie tenía diecisiete años cuando Jean embarcó en un pesquero rumbo a Terranova. Mientras el barco se alejaba,  Marie sentía como se iba convirtiendo en un punto. Cuando el punto  desapareció del todo, tragado por el horizonte, se quedó hueca bajo el vestido.

Marie y Jean eran inseparables. De niños, la sombra de uno adherida a la sombra de la otra, levantaban rocas pegadas al mar seguros de que allí encontrarían algún tesoro, recuerdo dorado de un naufragio; al caer la noche espiaban, tumbados tras unas ramas retorcidas, la llegada de los elfos en la soledad de las landas.

Al llegar a la adolescencia, no hizo falta que Marie le propusiera comer la manzana a Jean. Se aparearon con el mismo ímpetu que los caballos salvajes, compañeros de correrías en las landas cubiertas de brezo.

Como era previsto, el pesquero volvió  tres meses más tarde. Jean no estaba a bordo. Había conocido a otra mujer en una escala, poco más se sabía.

Ignoran si Marie llegó a entender la historia que susurraban a sus espaldas antes de hundirse en la locura.

El hecho es que a partir de aquel momento recorrió sin descanso el sendero de los aduaneros, sinuosa frontera entre el paraíso perdido y el mar que le devolvería a Jean.

Un día de tormenta la punta del promontorio, excavado en su base, y desde donde Marie escrutaba el horizonte, cedió bajo el embiste de las olas, arrastrando su cuerpo al mar junto a un montón de rocas.

Esto dice la leyenda porque nunca encontraron el cuerpo. Cuerpo de anciana de espalda encorvada y  rostro marcado por profundas arrugas.

Algunos cuentan haber visto una joven, vivo retrato de Marie, correr desnuda por las landas. Bancos de niebla se adhieren a sus pasos como antes lo hacía la sombra de su amado.

De Marie me acuerdo ahora mientras camino por el sendero de los aduaneros. Una pareja de caballos galopa entre la maleza, la silueta de un petrolero se pierde en el horizonte y al igual que Marie siento como lo inasible de aquello que se pierde, se clava en mí como la punta de la flecha en el centro de la diana.