Graffitis en el Soho. Segunda parte y fin.

 

Bansky.

En el cuarto de estar del apartamento contiguo a la galería, Pedro Toledo, un quincuagenario alto y delgado, mecía su melena plateada con delicadeza de pianista. Sentado en un chéster  miraba con sonrisa beata unos recortes de prensa dispersos sobre una mesa baja. La exposición estaba siendo el bombazo de la temporada.  Inspiró largamente, cerró los ojos en un estado próximo a la levitación, expiró muy despacio, deseoso de prolongar el cosquilleo de placer que había invadido su bajo vientre.

Cuando estaba volviendo a inspirar, Dorothy, la dueña de la galería, entró  en la habitación interrumpiendo el estado de beatitud en el que  se hallaba sumido el artista.

-Señor Toledo, perdone que le moleste, pero le tengo que contar una anécdota curiosa, dijo Dorothy en un perfecto castellano.

-Dorothy, por favor, usted no me molesta nunca, todo lo contrario, contestó el aludido con sonrisa cautivadora.

– Señor Toledo, aunque suene surrealista,  ¡acabo de echar a un vagabundo que decía ser usted!

Un calambre retorció el estomago del señor Toledo, su punto débil. Su rostro, sin embargo, se mantuvo imperturbable.

-Dorothy, ¿cómo era?  ¿Me lo puede describir?

– Pues… ¡Como todos los homeless!  Deje que haga memoria… joven…veinticinco quizá treinta… tirando a alto… escuchimizado… pelirrojo…, con barba… Pensé que era irlandés hasta que empezó a hablar en español, un español perfecto, muy parecido al que usted habla.  Me extrañó mucho. ¡Un vagabundo hablando como un caballero!

-¡Santo Dios, Dorothy!  ¡Me acaba de describir a Pedro, un paciente mío!

Dorothy  empezó una frase, no escuchada por su interlocutor absorto en su propio discurso.

-Hace un par de años  Pedro acababa de salir de una recaída de la esquizofrenia que padece. Tengo unas obras mías colgadas en la consulta, se fijó en ellas, le gustaron. Le aconsejé empezar a pintar, en este tipo de enfermos la pintura suele ser una buena terapia. Estaba eufórico, había encontrado su vocación.

 La semana pasada me soltó que se alegraba haberme regalado sus lienzos para adornar las paredes de la consulta.  Tuve que  ingresarlo. ¡Se ha escapado en pleno brote sicótico! ¿Se da cuenta de la gravedad del caso? Hasta ha borrado de su mente el apellido paterno García,  se auto llama Pedro Toledo, como yo, ¡Pedro Toledo! ¡¡¡Qué puedo hacer Dorothy!!!  Dígame  ¿qué puedo hacer?

Sin esperar respuesta el verdadero Pedro Toledo se levantó, abrió la puerta trasera del apartamento y desapareció en una callejuela dejando a Dorothy conmovida por la sensibilidad de aquel hombre  que tenía la fortuna de conocer.

Ya era media noche cuando  Pedro Toledo volvía a la galería, cansado de buscar a su paciente durante horas. Después de acceder al apartamento por la puerta trasera, no pudo resistirse a encender las luces de la galería, deseoso de contemplar su obra antes de irse a dormir. Iba a pulsar el interruptor cuando a través de la luna del escaparate, vio la espalda de un hombre sentado bajo una farola. La luz confería a su pelo rojo un fulgor de llamas. El odio deformó el rostro de Pedro Toledo. Mientras abría la puerta  puso toda su energía en recomponer su semblante habitual y en moderar su paso al cruzar la calle.  Al acercarse, empezó a visualizar una sombra en la pared blanca de la casa de enfrente. El loco estaba dormido. Unas gotas de sangre manaban de una brecha en el mentón terminando de empapar la  barba viscosa. Pedro Toledo se acercó a la pared. Cuatro trazos rojos de una belleza sobrecogedora, la adornaban. Un esbozo digno de figurar en la galería junto al resto de la obra de su creador, Pedro García Toledo. Un pincel, en el que la sangre se coagulaba, yacía en la acera.

No había sido difícil para el psiquiatra, pintor frustrado, después de que su enfermo le enseñara un blog de dibujos, convencerle para que se fuera a vivir a una buhardilla de su propiedad, incitarlo a pintar sin tregua, firmar con el apellido de su madre y apoderarse de su obra.

Con voz amaestrada por años de experiencia, el médico murmuró al oído de Pedro “Despierta, hijo, despierta.  Estoy aquí para ayudarte.” Pedro, al abrir los ojos y ver a su protector, supo que todo se iba a arreglar. La voz  fluía dulce como la miel, Pedro se dejaba mecer por las inflexiones tranquilizadoras del discurso sin prestar atención a su contenido. Solo llegó a captar el sentido de la última frase –“Mañana, entrarás en la galería con todos los honores, de eso me hago cargo, pero antes Pedro, tienes que descansar, volver a medicarte, para dar la talla, para tener la capacidad de enfrentarte a la fama que te espera. “

Pedro Toledo  lo ayudó a levantarse, llamó a un taxi y lo llevó a una pensión. Lo dejó en la puerta, le metió unos billetes en un bolsillo, un frasco de medicinas en el otro y le ordenó tomarse todas las pastillas nada más acostarse.  Lo pasaría a buscar al mediodía, tenía que  descansar, asearse, estar en plena forma para su día de gloria. “Todas las pastillas Pedro, acuérdate, es muy importante, todas las pastillas”. Estas fueron las últimas recomendaciones de Pedro Toledo, pronunciadas en un tono que no admitía replica.

Pedro se tomó la dosis letal sonriendo a la vida que, por fin, le era favorable.  

Mientras tanto  Pedro  Toledo  regaba de orina la pared donde Pedro había dejado impresa su última obra.

Fin. 

Graffitis en el Soho. Primera parte.

Bansky

Primera parte

¡Largo de aquí gandul!
Pedro García Toledo no se movió. Estaba profundamente dormido y la voz no lo alcanzó, pero sí el empujón brusco que lo propulsó al suelo. No entendía lo que pasaba, no sabía dónde estaba. Tenía la boca seca, la lengua hinchada. El impacto de un bulto tirado sobre su estómago le arrancó un quejido. Cuando intentaba abrir los ojos, una tela rasposa le cayó encima de la cara tapándole la vista. Al empuñarla para quitársela de encima, la identificó como la de su chaquetón marinero. Tres individuos, con cara de pocos amigos, se habían sentado en los asientos donde se había quedado dormido. Pedro recogió su mochila que se había deslizado del estomago al suelo, y optó por la retirada.
Le costó identificar el sitio donde se encontraba. Los nuevos fármacos le producían modorra. El aeropuerto estaba abarrotado, abrirse paso entre la gente tirada por el suelo, sortear las colas que empezaban en las puertas de entrada para terminar en los mostradores, rozaba la odisea. Una pregunta lo dejó clavado ¿Que estoy haciendo aquí? Pedro no recordaba haber proyectado ningún viaje. Por la cremallera de la mochila, asomaba un trozo de papel, tiró de él. Era un billete de avión para Londres. Se alegró un momento al averiguar su destino para verse sumergido al segundo siguiente, en un abatimiento profundo al no conseguir recordar el motivo de su viaje.
Necesitaba un par de cafés. Compró el periódico. Mientras sorbía los expresos le sobresaltó la fecha impresa, 21 de abril. Acababa de leer en el billete que su salida a Londres estaba prevista para el 19. Algo no cuadraba. Cuando al hojear el periódico vio las fotos de la erupción volcánica, de la nube de humo, de decenas de aeropuertos europeos colapsados, recobró parte de la memoria perdida. Al llegar a las páginas culturales y leer que la inauguración de la exposición del pintor novel, Pedro Toledo, en una galería vanguardista del Soho, estaba siendo un éxito, se le escapó una carcajada. No volvería a tomar pastillas en su vida, le dejaban el cerebro como un colador. Al irse, dejó encima de la bandeja sus frascos de medicinas junto a los vasos de plástico.
Por la tarde empezaron a salir aviones. Pedro no tuvo suerte. Tuvo que esperar un día más para poder despegar. Al llegar a Heathrow le tendió al taxista un trozo de periódico arrugado con las señas de la galería.
El frenazo del taxista al llegar al lugar del destino sacó a Pedro del sueño donde había vuelto a caer, vencido por el cansancio. Cuando fue a sacar la cartera del bolsillo de la mochila, solo encontró el billete de avión. Abrió la mochila de par en par y empezó a revolver el amasijo de ropa sin éxito. El taxista gruñía. Nervioso, Pedro palpaba los bolsillos del chaquetón, de los vaqueros. Se tenía que rendir a la evidencia. Había perdido la cartera. El taxista se había dado la vuelta. Su rostro se asemejaba más al de un Pitbull a punto de atacar que al de un inglés flemático. Su expresión cambió al ver el reloj que Pedro llevaba en la muñeca. Lo señaló y con el puño golpeo el cristal que los separaba, de forma tan violenta que Pedro se quitó el reloj ipso-facto y lo deslizo por la abertura.
Pedro estaba con un pie en el estribo y otro en el suelo cuando el chofer arrancó. Cayó de bruces en la calle con tal mala suerte que su barbilla fue a dar con el canto de la acera provocando una brecha de donde manaba un hilo de sangre. Al incorporarse y ver su obra favorita “Figura sobre fondo rojo” expuesta en el escaparate de la galería, saltó de alegría y todo rastro de cansancio, dolor o contrariedad, se esfumó de su mente. Unas cuantas zancadas le bastaron para cruzar la calle y dos más para llegar hasta la puerta de entrada y empujarla.
Nada más verlo entrar, la galerista, después de esbozar una mueca de repugnancia, hizo un gesto al guarda de seguridad para que echara a la calle al homeless que se había atrevido a franquear las puertas de su establecimiento.
Pedro, a pesar de haberse presentado de manera formal con un punto de grandilocuencia, fue eyectado a la calle sin miramientos. Detrás de la puerta acristalada cerrada a cal y canto, la dueña giraba el índice sobre su tímpano con sonrisa despectiva.
El único rastro que quedaba de Pedro en la galería, cuando dos policías le obligaron a alejarse, eran unas gotas de sangre encima de la tarima y sus cuadros colgados de la pared.
(Continuará)

Elucubraciones veraniegas (12)

 

Docks 2

 

En los docks,

cuando el sol precipita los hombres a la calle

y convierte cada paso en una fiesta,

saco la agenda.

 

Allí,

escondidas entre hojas numeradas, fechadas,

caligrafiadas en millas

y millas de proyectos y esperanzas,

encuentro

otras,

transparentes, descubiertas, sepultadas

y olvidadas por un arqueólogo;

ciego.

 

Encima de la superficie niquelada

de los rascacielos de cristal

fluye el Támesis,

aguas craqueladas de la memoria.

 

En el transbordador de regreso

suenan latigazos de marea

contra la frontera de tus ojos empañados;

on the rocks.

Elucubraciones veraniegas (11)

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Joe Hill & Max Lowry

Son las tres de la mañana. Helena baja en volandas las escaleras picudas de la casa londinense donde vive en un apartamento de alquiler. Está eufórica. Después de dos días de trabajo intenso acaba de terminar, de forma impecable, un diagrama extremadamente preciso. En la mano derecha sujeta una bolsa de basura llena a reventar de alimentos descompuestos. Abre la puerta de la calle con dificultad. Un fuerte viento entorpece la tarea y le abofetea la cara. El frío invernal de Londres se cuela por el pijama mientras el portazo le produce un sobresalto. Helena siente la tentación de dejar la basura encima de la acera. Sus principios ecologistas se lo impiden. Corre hacía el enorme contenedor emplazado en una de las esquinas de Bedford Square. Levanta la tapa con la mano libre, mientras tira con la otra la bolsa de basura y las llaves de la casa enredadas en el cierre de goma, dentro del hueco oscuro. En el mismo momento en el que la tapa le pilla los dedos y  los sacude enérgicamente con el fin de aplacar el dolor se da cuenta de la ausencia de llaves. Anestesiada de golpe se pone de puntillas en un intento de recuperarlas. Venciendo la repulsión provocada por el olor nauseabundo, introduce la mano en la raya negra del contenedor entreabierto revolviendo entre basuras desparramadas. Unas patitas veloces rozan su mano. Helena pega un grito y da un salto hacia atrás, tan rápidamente que esta vez, por lo menos, no se pilla los dedos. La cabeza futurista de Helena, formateada para diseñar ecomaquinas, se bloquea. Mareada, se sienta en el bordillo de la acera bajo una farola. Se sujeta la frente con  las manos  pringosas intentando parar el latido.  Se quedan pegadas. Asqueada las retira. Las deja caer. Cuelgan como guiñapos entre las piernas abiertas. Sin móvil ni una  moneda para pedir auxilio, se siente encoger. Empieza a lloviznar. La tela mojada del pijama se pega contra su piel. Tiene frío y al tomar consciencia de su atuendo, tirita. La cabeza cae hacia el suelo, despresurizada. Queda  suspendida al mismo nivel que las manos y a escasos centímetros de los calcetines con suela de goma. Por primera vez  Helena nota la voz potente de un mundo vertical y subterráneo, laberinto de alcantarillas escondidas, de aguas negras mecidas puntualmente por las trepidaciones del underground, antítesis de las praderas futuristas donde acostumbra pisar. El sonido de una moneda cayendo a sus pies la saca de su ensimismamiento. Veinte “pence” brillan a la luz de la farola. Helena levanta la cabeza y ve la silueta del homeless de la plaza alejándose  hacia su banco forrado de cartones.