21.01.09
Después de la cena, Pedro, nativo de Puerto Natales, población cercana a las Torres del Paine, contó a nuestro pequeño grupo, sentado en círculo alrededor suyo, una leyenda de la región. Voy a intentar transcribirla de manera concisa, y lo más fielmente posible
Hace muchos siglos vivía un hombre viudo con sus dos hijas en una cueva apartada en medio de un bosque tupido e impenetrable. Al salir fuera se cubrían con pieles para protegerse del frio pero en el interior de la caverna vivían desnudos como dictaba la costumbre por aquellos lares. La hija mayor, al ir creciendo, se fue convirtiendo en una muchacha muy bella. El padre se enamoro perdidamente de ella, pero ante la imposibilidad de hacerla suya, perdió el apetito y se fue consumiendo hasta quedar en un estado de extrema debilidad. Les rogó a sus hijas, con voz moribunda, que le fueran a enterrar dejándole la cabeza fuera, ya que sentía la muerte cercana y les pidió encarecidamente que se fueran a vivir a un poblado situado en los confines del bosque, donde vivía su mejor amigo, tan semejante a él que resultaba imposible distinguirles. Sin lugar a dudas el las cuidaría como la carne de su carne. La moneda de pago por su protección, consistiría en complacerle en sus más íntimos deseos. Las hijas le sepultaron entre sollozos y se alejaron lentamente rotas por el dolor camino a la aldea. El padre, al encontrarse solo, recobro toda su fortaleza, se despojó de la tierra que le cubría en un abrir y cerrar de ojos, se pintó la cara y el cuerpo con barros de colores y se fue corriendo, veloz como una flecha hasta unos matorrales cercanos al poblado. Al poco tiempo llegaron sus hijas. Al encontrarse con el hombre, que a pesar de sus pinturas, se parecía tanto a su progenitor, se presentaron y empezaron a contar su desgracia. El amigo empezó a acariciar a la hija mayor, la atrajo detrás de un matorral y estuvieron retozando la mañana entera. Al terminar con ella siguió gozando con la pequeña. Al ver que el hombre que había despertado en ella un fuego desconocido, no volvía, la hermana mayor se acercó a una mata de hierbas ondulantes vibrantes de gemidos y se unió a la pareja, con el sexo en llamas. Con el sudor, la pintura del padre se fue corriendo encima del cuerpo de sus hijas tatuándolas de colores. Al darse cuenta del engaño, las hijas se avergonzaron pero de naturaleza ardiente se quedaron encadenadas al sexo de su padre. Pasaban los días y las noches retozando desenfrenadamente, convertidos los tres en guanacos para purgar su pecado.
Esta mañana, al dar un último paseo por las orillas de un lago cercano a la posada, me resbalé en el limo yendo a parar de bruces frente a un matorral donde yacían los despojos hediondos de un guanaco macho. Las aves carroñeras le habían despedazado casi por completo empezando por las vísceras y dejando el esqueleto de su torso al descubierto. La cabeza degollada yacía cercana. En la base del cuello dos mordiscos feroces y potentes habían desgarrado la carne con una rabia fraternalmente simétrica.