Dos meses más tarde. Cien años más viejos (2ª Parte)

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Retrato del Dc.Haustein. Christian Schad 

El sol de septiembre no conseguía calentar a Verushka. Era la primera vez que  salía al aire libre desde su ingreso en aquella clínica de desintoxicación a finales de julio. La habían encontrado inconsciente en la habitación del hotel. El polvo blanco proporcionado por su manager había resultado demasiado puro. Después de haber tocado fondo, entre espasmos helados, aulló de miedo aspirada por un mundo subterráneo enterrado bajo paletadas de cocaína fraguada en alcohol. Pasadizos oscuros. Francotiradores con puntería certera. Balas perdidas de infancia triste con sabor a col averiada. Cartuchos oxidados de familia larvada en la estrechez de una habitación exigua. Y en una esquina, de repente, el fulgor de una bomba de napalm. A los quince años, al salir del colegio, un agente de modelos, en busca de estrellas, se había fijado en ella… Su Pigmalión la había alojado en un piso con vistas a la Plaza Roja. Le habían enseñado a moverse, a vestirse, a maquillarse. Al terminar el aprendizaje, deslumbrada, había escrito su nombre, en mayúsculas, encima del vaho perfumado del espejo del lujoso cuarto de baño… 
Al día siguiente su benefactor le había llevado a visitar a su familia realojada  en un piso decente. Aquella misma noche se arrogó el derecho de pernada. Verushka enterrada viva bajo aquel hombre, cincuenta metros cuadrados de cemento sin fraguar con las pisadas de los padres machacándole la cabeza.
Cada mañana se frotaba la piel con un guante de crin. Ahora, a pesar de la dureza de la cura, se encontraba a gusto en la asepsia de la clínica. Agradecía ser tratada como una persona desvalida. Apreciaba la monotonía apaciguadora del lugar, los barrotes de las ventanas y los altos muros rodeando el parque. No tenía que interpretar ningún papel, la imagen quebradiza devuelta por el espejo correspondía a su ser más íntimo.
Por primera vez desde hacía dos meses se había vuelto a poner su ropa de calle. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y noto una tarjeta arrugada. La sacó. Marc. Marc Dufour. Al pronunciar su nombre le asaltaron recuerdos táctiles por su cercanía. La complicidad instantánea, el reconocimiento inmediato de un cuerpo amorosamente adaptado al suyo, las miradas gozosamente licuadas. La luz limpia de la mañana bañando el corpachón de Marc, niño acurrucado y dormido entre sus brazos. Y como un eco lejano el roce de los pies huyendo subrepticiamente llevando en volandas su cuerpo avergonzado. Viejo y sucio.
Cogió el móvil. Bailaban los números. Bizqueando por el esfuerzo consiguió marcar las cifras. El esqueleto agazapado en la oreja escuchó un zumbido breve seguido de una fracción de silencio quebrada en su nacimiento por el sonido fresco de una voz desconocida y juvenil:
“Marc, soy Verushka. ¿Te acuerdas de mí?”

Dos meses más tarde, cien años más viejos (1ª Parte)

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Bar del Hotel Lutetia. Alain Bouldouyre

Marc paseaba por los Jardines de Luxemburgo. Daba vueltas al estanque como un león enjaulado ajeno a la dulzura del sol de septiembre. Esquivaba, rabioso, las parejas enamoradas de andares torpes delicadamente entrelazadas. Los gritos de los niños jugando le exasperaban. La belleza ojiza de los árboles lo llenaba de melancolía y la suma de todos estos elementos acentuaba aun más la insoportable rigidez de
Rememoraba obsesivamente aquella noche de julio, atrozmente lejana, en que la conoció.Estaba tomando una copa en el bar del Lutetia después de un frustrante día de trabajo. La negociación había sido dura. Le habían renovado el contrato para su empresa de microprocesadores a precio de saldo. Los buitres volaban bajo. El tintineo de los hielos en la copa ahuyentaban en círculos concéntricos el desagradable aleteo.El local estaba casi vacío, sordina estival del acostumbrado bullicio parisino. La luz tamizada de los apliques de pared desdibujaba suavemente los rostros. Un pianista japonés tocaba un blues amortiguado por las alfombras y las pesadas cortinas de terciopelo rojo. Rojo como el baúl de su infancia rebosante de juguetes regalados por padres ocupados y ausentes. Rojos como los estuches de joyas regalados a mujeres sofisticas e intercambiables. Abultado listín de teléfonos guardado en una tarjeta minúscula.
La entrada en el bar de una chica muy alta le sacó de su ensimismamiento.Superaba el metro ochenta. Era extremadamente delgada. Tenía el pelo rubio, casi blanco, cortado a lo chico y cara de niña asustada. Unos ojos oscuros, cercados por profundas ojeras, ensombrecían el rostro sin maquillar de facciones finas y pómulos prominentes.
La desconocida se sentó en la mesa de al lado. Pidió un whisky doble esforzándose en la pronunciación. El bolso dejado en suspenso en el borde del asiento cayó al suelo. La joven se agachó para recogerlo. Marc se había adelantado. Al acercarse a ella, aspiró el olor de su piel, ausente de perfume.
Se presentaron. Era rusa. Modelo de alta costura. La habían contratado para presentar las colecciones de la próxima temporada. Tenía dieciocho años, y llevaba tres en la profesión. Era la primera vez que venía a París. No conocía a nadie. Su voz sonaba grave y densa. Fumaba sin parar. Marc la invitó a otra copa. Y a otra en su casa cercana al hotel. Se llamaba Verushka.
Se besaron. Verushka sabía a alcohol y tabaco envueltos en capas de ternura. Sus manos temblaron al acariciar el cuerpo de niña hambrienta. La desnudó despacio. Con miedo a dañarla: la piel tranparente estaba cubierta de ronchones despellejados. Al hacer el amor, Marc se conmovió al ver la desmesura del abandono de Verushka, conjugado en presente y primera persona del plural. Se quedaron apelotonados el uno contra el otro, imbricados como piezas de puzzle pulidas por el uso. Marc, insomne confeso, se quedo dormido, abrazado a ella.
Al despertar, notó un vacío frío. Se levantó de un salto. Rastreó alocadamente el piso mientras el corazón bombeaba el nombre de Veruskha hasta los tímpanos a punto de reventar. No encontró ni una sola huella.
(Sigue)